The Poems of Octavio Paz
¿quién va? y el surtidor de su pregunta
abre su flor absorta, centellea,
silba en el tallo, dobla la cabeza,
y al fin, vertiginoso, se desploma
roto como la espada contra el muro.
La joven domadora de relámpagos
y la que se desliza sobre el filo
resplandeciente de la guillotina;
el señor que desciende de la luna
con un fragante ramo de epitafios;
la frígida que lima en el insomnio
el pedernal gastado de su sexo;
el hombre puro en cuya sien anida
el águila real, la cejijunta
voracidad de un pensamiento fijo;
el árbol de ocho brazos anudados
que el rayo del amor derriba, incendia
y carboniza en lechos transitorios;
el enterrado en vida con su pena;
la joven muerta que se prostituye
y regresa a su tumba al primer gallo;
la víctima que busca a su asesino;
el que perdió su cuerpo, el que su sombra,
el que huye de sí y el que se busca
y se persigue y no se encuentra, todos,
vivos muertos al borde del instante
se detienen suspensos. Duda el tiempo,
el día titubea. Soñolienta
en su lecho de fango, abre los ojos
Venecia y se recuerda: ¡pabellones
y un alto vuelo que se petrifica!
Oh esplendor anegado . . .
Los caballos de bronce de San Marcos
cruzan arquitecturas que vacilan,
descienden verdinegros hasta el agua
y se arrojan al mar, hacia Bizancio.
Oscilan masas de estupor y piedra,
mientras los pocos vivos de esta hora . . .
Pero la luz avanza a grandes pasos,
aplastando bostezos y agonías.
¡Júbilos, resplandores que desgarran!
El alba lanza su primer cuchillo.
Venecia, 1948
Mutra
Como una madre demasiado amorosa, una madre terrible que ahoga,
como una leona taciturna y solar,
como una sola ola del tamaño del mar,
ha llegado sin hacer ruido y en cada uno de nosotros se asienta como un rey
y los días de vidrio se derriten y en cada pecho erige un trono de espinas y de brasas
y su imperio es un hipo solemne, una aplastada respiración de dioses y animales de ojos dilatados
y bocas llenas de insectos calientes pronunciando una misma sílaba día y noche, día y noche.
¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo!
Este día herido de muerte que se arrastra a lo largo del tiempo sin acabar de morir,
y el día que lo sigue y ya escarba impaciente la indecisa tierra del alba,
y los otros que esperan su hora en los vastos establos del año,
este día y sus cuatro cachorros, la mañana de cola de cristal y el mediodía con su ojo único,
el mediodía absorto en su luz, sentado en su esplendor,
la tarde rica en pájaros y la noche con sus luceros armados de punta en blanco,
este día y las presencias que alza o derriba el sol con un simple aletazo:
la muchacha que aparece en la plaza y es un chorro de frescura pausada,
el mendigo que se levanta como una flaca plegaria, montón de basura y cánticos gangosos,
las buganvilias rojas negras a fuerza de encarnadas, moradas de tanto azul acumulado,
las mujeres albañiles que llevan una piedra en la cabeza como si llevasen un sol apagado,
la bella en su cueva de estalactitas y el son de sus ajorcas de escorpiones,
el hombre cubierto de ceniza que adora al falo, al estiércol y al agua,
los músicos que arrancan chispas a la madrugada y hacen bajar al suelo la tempestad airosa de la danza,
el collar de centellas, las guirnaldas de electricidad balanceándose en mitad de la noche,
los niños desvelados que se espulgan a la luz de la luna,
los padres y las madres con sus rebaños familiares y sus bestias adormecidas y sus dioses petrificados hace mil años,
las mariposas, los buitres, las serpientes, los monos, las vacas, los insectos parecidos al delirio,
todo este largo día con su terrible cargamento de seres y de cosas, encalla lentamente en el tiempo parado.
Todos vamos cayendo con el día, todos entramos en el túnel,
atravesamos corredores interminables cuyas paredes de aire sólido se cierran,
nos internamos en nosotros y a cada paso el animal humano jadea y se desploma,
retrocedemos, vamos hacia atrás, el animal pierde futuro a cada paso,
y lo erguido y duro y óseo en nosotros al fin cede y cae pesadamente en la boca madre.
Dentro de mí me apiño, en mí mismo me hacino y al apiñarme me derramo,
soy lo extendido dilatándose, lo repleto vertiéndose y llenándose,
no hay vértigo ni espejo ni náusea ante el espejo, no hay caída,
sólo un estar, un derramado estar, llenos hasta los bordes, todos a la deriva:
no como el arco que se encorva y sobre sí se dobla para que el dardo salte y dé en el centro justo,
ni como el pecho que lo aguarda y a quien la espera dibuja ya la herida,
no concentrados ni en arrobo, sino a tumbos, de peldaño en peldaño, agua vertida, volvemos al principio.
Y la cabeza cae sobre el pecho y el cuerpo cae sobre el cuerpo sin encontrar su fin, su cuerpo último.
No, asir la antigua imagen: ¡anclar el ser y en la roca plantarlo, zócalo del relámpago!
Hay piedras que no ceden, piedras hechas de tiempo, tiempo de piedra, siglos que son columnas,
asambleas que cantan himnos de piedra,
surtidores de jade, jardines de obsidiana, torres de mármol, alta belleza armada contra el tiempo.
Un día rozó mi mano toda esa gloria erguida.
Pero también las piedras pierden pie, también las piedras son imágenes,
y caen y se disgregan y confunden y fluyen con el río que no cesa.
También las piedras son el río.
¿Dónde está el hombre, el que da vida a las piedras de los muertos, el que hace hablar piedras y muertos?
Las fundaciones de la piedra y de la música,
la fábrica de espejos del discurso y el castillo de fuego del poema
enlazan sus raíces en su pecho, descansan en su frente: él los sostiene a pulso.
Tras la coraza de cristal de roca busqué al hombre, palpé a tientas la brecha imperceptible:
nacemos y es un rasguño apenas la desgarradura y nunca cicatriza y arde y es una estrella de luz propia,
nunca se apaga la diminuta llaga, nunca se borra la señal de sangre, por esa puerta nos vamos a lo obscuro.
También el hombre fluye, también el hombre cae y es una imagen que se desvanece.
Pantanos del sopor, algas acumuladas, cataratas de abejas sobre los ojos mal cerrados,
festín de arena, horas mascadas, imágenes mascadas,
vida mascada siglos hasta no ser sino una confusión estática que entre las aguas somnolientas sobrenada,
agua de ojos, agua de bocas, agua nupcial y ensimismada, agua incestuosa, agua de dioses, cópula de dioses,
agua de astros y reptiles, selvas de agua de cuerpos incendiados,
beatitud de lo repleto sobre sí mismo derramándose, no somos, no quiero ser Dios, no quiero ser a tientas, no quiero regresar, soy hombre
y el hombre es el hombre, el que saltó al vacío y nada lo sustenta desde entonces sino su propio vuelo,
el desprendido de su madre, el desterrado, el sin raíces, ni cielo ni tierra, sino puente, arco
tendido sobre la nada, en sí mismo anudado, hecho haz, y no obstante partido en dos desde el nacer, peleando
contra su sombra, corriendo siempre tras de sí, disparado, exhalado, sin jamás alcanzarse,
el condenado desde niño, destilador del tiempo, rey de sí mismo, hijo de sus obras.
Se despeñan las últimas imágenes y el río negro anega la conciencia.
La noche dobla la cintura, cede el alma, caen racimos de horas confundidas, cae el hombre
como un astro, caen racimos de astros, como un fruto demasiado maduro cae el mundo y sus soles.
Pero en mi frente velan armas la adolescencia y sus imágenes, solo tesoro no dilapidado:
naves ardiendo en mares todavía sin nombre y cada ola golpeando la memoria con un tumulto de recuerdos
(el agua dulce en las cisternas de las islas, el agua dulce de las mujeres y sus voces sonando en la noche como muchos arroyos que se juntan,
la diosa de ojos verdes y palabras humanas que plantó en nuestro pecho sus razones como una hermosa procesión de lanzas,
la reflexión sosegada ante la esfera, henchida de sí misma como una espiga, mas inmortal, perfecta, suficiente,
la contemplación de los números que se enlazan como notas o amantes,
el universo como una lira y un arco y la geometría vencedora de dioses, ¡única morada digna del hombre!)
y la ciudad de altas murallas que en la llanura centellea como una joya que agoniza
y los torreones demolidos y el defensor por tierra y en las cámaras humeantes el tesoro real de las mujeres
y el epitafio del héroe apostado en la garganta del desfiladero como una espada
y el poema que asciende y cubre con sus dos alas el abrazo de la noche y el día
y el árbol del discurso en la plaza plantado virilmente
y la justicia al aire libre de un pueblo que pesa cada acto en la balanza de un alma sensible al peso de la luz,
¡actos, altas piras quemadas por la historia!
Bajo sus restos negros dormita la verdad que levantó las obras: el hombre sólo es hombre entre los hombres.
Y hundo la mano y cojo el grano incandescente y lo planto en mi ser: ha de crecer un día.
Delhi, 1952
¿No hay salida?
En duermevela oigo correr entre bultos adormilados y ceñudos un incesante río.
Es la catarata negra y blanca, las voces, las risas, los gemidos del mundo confuso, despeñándose.
Y mi pensamiento que galopa y galopa y no avanza, también cae y se levanta
y vuelve a despeñarse en las aguas estancadas del lenguaje.
Hace un segundo habría sido fácil coger una palabra y repetirla una vez y otra vez,
cualquiera de esas frases que decimos a solas en un cuarto sin espejos
para probarnos que no es cierto, que aún estamos vivos,
pero ahora con manos que no pesan la noche aquieta la furiosa marea
y una a una desertan las imágenes, una a una las palabras se cubren el rostro.
Pasó ya el tiempo de esperar la llegada del tiempo, el tiempo de ayer, hoy y mañana,
ayer es hoy, mañana es hoy, hoy todo es hoy, salió de pronto de sí mismo y me mira,
no viene del pasado, no va a ninguna parte, hoy está aquí,
no es la muerte—nadie se muere de la muerte, todos morimos de la vida—,
no es la vida—fruto instantáneo, vertiginosa y lúcida embriaguez, el vacío sabor de la muerte da más vida a la vida—,
hoy no es muerte ni vida,
no tiene cuerpo, ni nombre, ni rostro, hoy está aquí,
echado a mis pies, mirándome.
Yo estoy de pie, quieto en el centro del círculo que hago al ir cayendo desde mis pensamientos,
estoy de pie y no tengo adónde volver los ojos, no queda ni una brizna del pasado,
toda la infancia se la tragó este instante y todo el porvenir son estos muebles clavados en su sitio,
el ropero con su cara de palo, las sillas alineadas en la espera de nadie,
el rechoncho sillón con los brazos abiertos, obsceno como morir en su lecho,
el ventilador, insecto engreído, la ventana mentirosa, el presente sin resquicios,
todo se ha cerrado sobre sí mismo, he vuelto a donde empecé, todo es hoy y para siempre.
Allá, del otro lado, se extienden las playas inmensas como una mirada de amor,
allá la noche vestida de agua despliega sus jeroglíficos al alcance de la mano,
el río entra cantando por el llano dormido y moja las raíces de la palabra libertad,
allá los cuerpos enlazados se pierden en un bosque de árboles transparentes,
bajo el follaje del sol caminamos, somos dos reflejos que cruzan sus aceros,
la plata nos tiende puentes para cruzar la noche, las piedras nos abren paso,
allá tú eres el tatuaje en el pecho del jade caído de la luna, allá el diamante insomne cede
y en su centro vacío somos el ojo que nunca parpadea y la fijeza del instante ensimismado en su esplendor.
Todo está lejos, no hay regreso, los muertos no están muertos, los vivos no están vivos,
hay un muro, un ojo que es un pozo, todo tira hacia abajo,
pesa el cuerpo, pesan los pensamientos, todos los años son este minuto desplomándose interminablemente,
aquel cuarto de hotel de San Francisco me salió al paso en Bangkok, hoy es ayer, mañana es ayer,
la realidad es una escalera que no sube ni baja, no nos movemos, hoy es hoy, siempre es hoy,
siempre el ruido de los trenes que despedazan cada noche a la noche,
el recurrir a las palabras melladas,
la perforación del muro, las idas y venidas, la realidad cerrando puertas,
poniendo comas, la puntuación del tiempo, todo está lejos, los muros son enormes,
está a millas de distancia el vaso de agua, tardaré mil años en recorrer mi cuarto,
qué sonido remoto tiene la palabra vida, no estoy aquí, no hay aquí, este cuarto está en otra parte,
aquí es ninguna parte, poco a poco me he ido cerrando y no encuentro salida que no dé a este instante,
este instante soy yo, salí de pronto de mí mismo, no tengo nombre ni rostro,
yo está aquí, echado a mis pies, mirándome mirándose mirarme mirado.
Fuera, en los jardines que arrasó el verano, una cigarra se ensaña contra la noche.
¿Estoy o estuve aquí?
Tokio, 1952
El río
La ciudad desvelada circula por mi sangre como una abeja.
Y el avión que traza un gemido en forma de S larga, los tranvías que se derrumban en esquinas remotas,
ese árbol cargado de injurias que alguien sacude a medianoche en la plaza,
los ruidos que ascienden y estallan y los que se deslizan y cuchichean en la oreja un secreto que repta
abren lo obscuro, precipicios de aes y oes, túneles de vocales taciturnas,
galerías que recorro con los ojos vendados, el alfabeto somnoliento cae en el hoyo como un río de tinta,
y la ciudad va y viene y su cuerpo de piedra se hace añicos al llegar a mi sien,
toda la noche, uno a uno, estatua a estatua, fuente a fuente, piedra a piedra, toda la noche
sus pedazos se buscan en mi frente, toda la noche la ciudad habla dormida por mi boca
y es un discurso incomprensible y jadeante, un tartamudeo de aguas y piedra batallando, su historia.
Detenerse un instante, detener a mi sangre que va y viene, va y viene y no dice nada,
sentado sobre mí mismo como el yoguín a la sombra de la higuera, como Buda a la orilla del río, det
ener al instante,
un solo instante, sentado a la orilla del tiempo, borrar mi imagen del río que habla dormido y no dice nada y me lleva consigo,
sentado a la orilla detener al río, abrir el instante, penetrar por sus salas atónitas hasta su centro de agua,
beber en la fuente inagotable, ser la cascada de sílabas azules que cae de los labios de piedra,
sentado a la orilla de la noche como Buda a la orilla de sí mismo ser el parpadeo del instante,
el incendio y la destrucción y el nacimiento del instante y la respiración de la noche fluyendo enorme a la orilla del tiempo,
decir lo que dice el río, larga palabra semejante a labios, larga palabra que no acaba nunca,
decir lo que dice el tiempo en duras frases de piedra, en vastos ademanes de mar cubriendo mundos.
A mitad del poema me sobrecoge siempre un gran desamparo, todo me abandona,
no hay nadie a mi lado, ni siquiera esos ojos que desde atrás contemplan lo que escribo,
no hay atrás ni adelante, la pluma se rebela, no hay comienzo ni fin, tampoco hay muro que saltar,
es una explanada desierta el poema, lo dicho no está dicho, lo no dicho es indecible,
torres, terrazas devastadas, babilonias, un mar de sal negra, un reino ciego, No,
detenerme, callar, cerrar los ojos hasta que brote de mis párpados una espiga, un surtidor de soles,
y el alfabeto ondule largamente bajo el viento del sueño
y la marea crezca en una ola y la ola rompa el dique,
esperar hasta que el papel se cubra de astros y sea el poema un bosque de palabras enlazadas, No,
no tengo nada que decir, nadie tiene nada que decir, nada ni nadie excepto la sangre,
nada sino este ir y venir de la sangre, este escribir sobre lo escrito y repetir la misma palabra en mitad del poema,
sílabas de tiempo, letras rotas, gotas de tinta, sangre que va y viene y no dice nada y me lleva consigo.
Y digo mi rostro inclinado sobre el papel y alguien a mi lado escribe mientras la sangre va y viene,
y la ciudad va y viene por su sangre, quiere decir algo, el tiempo quiere decir algo, la noche quiere decir,
toda la noche el hombre quiere decir una sola palabra, decir al fin su discurso hecho de piedras desmoronadas,
y aguzo el oído, quiero oír lo que dice el hombre, repetir lo que dice la ciudad a la deriva,