The Poems of Octavio Paz
números errantes. Del amarillo al verde al rojo
se desovilla la espiral. Ventana:
lámina imantada de llamadas y respuestas,
caligrafía de alto voltaje,
mentido cielo/infierno de la industria
sobre la piel cambiante del instante.
Signos-semillas: la noche los dispara,
suben, estallan allá arriba,
se precipitan,
ya quemados, en un cono de sombra,
reaparecen,
lumbres divagantes, racimos de sílabas,
incendios giratorios, se dispersan,
otra vez añicos.
La ciudad los inventa y los anula.
Estoy a la entrada de un túnel.
Estas frases perforan el tiempo.
Tal vez yo soy ese que espera al final del túnel.
Hablo con los ojos cerrados. Alguien
ha plantado en mis párpados
un bosque de agujas magnéticas, alguien
guía la hilera de estas palabras. La página
se ha vuelto un hormiguero. El vacío
se estableció en la boca de mi estómago. Caigo
interminablemente sobre ese vacío. Caigo sin caer.
Tengo las manos frías, los pies fríos
—pero los alfabetos arden, arden. El espacio
se hace y se deshace. La noche insiste,
la noche palpa mi frente, palpa mis pensamientos.
¿Qué quiere?
2.
Calles vacías, luces tuertas. En una esquina,
el espectro de un perro. Busca, en la basura,
un hueso fantasma. Gallera alborotada:
patio de vecindad y su mitote. México, hacia 1931.
Gorriones callejeros, una bandada de niños
con los periódicos que no vendieron hace un nido.
Los faroles inventan, en la soledumbre,
charcos irreales de luz amarillenta. Apariciones,
el tiempo se abre: un taconeo lúgubre, lascivo:
bajo un cielo de hollínla llamarada de una falda.
C’est la mort—ou la morte . . . El viento indiferente
arranca en las paredes anuncios lacerados.
A esta hora los muros rojos de San Ildefonso
son negros y respiran: sol hecho tiempo,
tiempo hecho piedra, piedra hecha cuerpo.
Estas calles fueron canales. Al sol,
las casas eran plata: ciudad de cal y canto,
luna caída en el lago. Los criollos levantaron,
sobre el canal cegado y el ídolo enterrado,
otra ciudad—no blanca: rosa y oro—
idea vuelta espacio, número tangible. La asentaron
en el cruce de las ocho direcciones, sus puertas
a lo invisible abiertas: el cielo y el infierno.
Barrio dormido. Andamos por galerías de ecos,
entre imágenes rotas: nuestra historia.
Callada nación de las piedras. Iglesias,
vegetación de cúpulas, sus fachadas
petrificados jardines de símbolos. Embarrancados
en la proliferación rencorosa de casas enanas,
palacios humillados, fuentes sin agua,
afrentados frontispicios. Cúmulos,
madréporas insubstanciales: se acumulan
sobre las graves moles, vencidas
no por la pesadumbre de los años,
por el oprobio del presente.
Plaza del Zócalo,
vasta como firmamento: espacio diáfano,
frontón de ecos. Allí inventamos,
entre Aliocha K. y Julian S., sinos de relámpago
cara al siglo y sus camarillas. Nos arrastra
el viento del pensamiento, el viento verbal,
el viento que juega con espejos, señor de reflejos,
constructor de ciudades de aire, geometrías
suspendidas del hilo de la razón.
Gusanos gigantes:
amarillos tranvías apagados. Eses y zetas:
un auto loco, insecto de ojos malignos. Ideas,
frutos al alcance de la mano. Frutos: astros.
Arden.
Arde, árbol de pólvora, el diálogo adolescente,
súbito armazón chamuscado. 12 veces
golpea el puño de bronce de las torres. La noche
estalla en pedazos, los junta luego y a sí misma,
intacta, se une. Nos dispersamos,
no allá en la plaza con sus trenes quemados, aquí,
sobre esta página: letras petrificadas.
3.
El muchacho que camina por este poema,
entre San Ildefonso y el Zócalo,
es el hombre que lo escribe: esta página
también es una caminata nocturna. Aquí encarnan
los espectros amigos, las ideas se disipan.
El bien, quisimos el bien: enderezar al mundo.
No nos faltó entereza: nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos, soberbia de teólogos:
golpear con la cruz, fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión obligatoria. Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno. La rabia
se volvió filósofa, su baba ha cubierto al planeta.
La razón descendió a la tierra,
tomó la forma del patíbulo—y la adoran millones.
Enredo circular: todos hemos sido,
en el Gran Teatro del Inmundo;
jueces, verdugos, víctimas, testigos, todos
hemos levantado falso testimonio contra los otros
y contra nosotros mismos. Y lo más vil: fuimos
el público que aplaude o bosteza en su butaca.
La culpa que no se sabe culpa, la inocencia,
fue la culpa mayor. Cada año fue monte de huesos.
Conversiones, retractaciones, excomuniones,
reconciliaciones, apostasías, abjuraciones,
zig-zag de las demonolatrías y las androlatrías,
los embrujamientos y las desviaciones:
mi historia, ¿son las historias de un error?
La historia es el error. La verdad es aquello,
más allá de las fechas, más acá de los nombres,
que la historia desdeña: el cada día
—latido anónimo de todos, latido
único de cada uno—, el irrepetible
cada día idéntico a todos los días. La verdad
es el fondo del tiempo sin historia. El peso
del instante que no pesa: unas piedras con sol,
vistas hace ya mucho y que hoy regresan,
piedras de tiempo que son también de piedra
bajo este sol de tiempo,
sol que viene de un día sin fecha, sol
que ilumina estas palabras, sol de palabras
que se apaga al nombrarlas. Arden y se apagan
soles, palabras, piedras: el instante los quema
sin quemarse. Oculto, inmóvil, intocable,
el presente—no sus presencias—está siempre.
Entre el hacer y el ver, acción o contemplación,
escogí el acto de palabras: hacerlas, habitarlas,
dar ojos al lenguaje. La poesía no es la verdad:
es la resurrección de las presencias, la historia
transfigurada en la verdad del tiempo no fechado.
La poesía, como la historia, se hace;
la poesía,
como la verdad, se ve. La poesía:
encarnación
del sol-sobre-las-piedras en un nombre, disolución
del nombre en un más allá de las piedras.
La poesía, puente colgante entre historia y verdad,
no es camino hacia esto o aquello: es ver
la quietud en el movimiento, el tránsito
en la quietud. La historia es el camino:
no va a ninguna parte, todos lo caminamos,
la verdad es caminarlo. No vamos ni venimos:
estamos en las manos del tiempo. La verdad:
sabernos, desde el origen,
suspendidos.
Fraternidad sobre el vacío.
4.
Las ideas se disipan, quedan los espectros:
verdad de lo vivido y padecido.
Queda un sabor casi vacío: el tiempo
—furor compartido—el tiempo
—olvido compartido—al fin transfigurado
en la memoria y sus encarnaciones. Queda
el tiempo hecho cuerpo repartido: lenguaje.
En la ventana, simulacro guerrero,
se enciende y apaga
el cielo comercial de los anuncios. Atrás,
apenas visibles, las constelaciones verdaderas.
Aparece, entre tinacos, antenas, azoteas,
columna líquida, más mental que corpórea,
cascada de silencio: la luna.
Ni fantasma ni idea:
fue diosa y es hoy claridad errante.
Mi mujer está dormida. También es luna,
claridad que transcurre—no entre escollos de nubes,
entre las peñas y las penas de los sueños:
también es alma. Fluye bajo sus ojos cerrados,
desde su frente se despeña, torrente silencioso,
hasta sus pies, en sí misma se desploma
y de sí misma brota, sus latidos la esculpen,
se inventa al recorrerse, se copia al inventarse,
entre las islas de sus pechos es un brazo de mar,
su vientre es la laguna donde se desvanecen
la sombra y sus vegetaciones, fluye por su talle,
sube,
desciende,
en sí misma se esparce,
se ata
a su fluir, se dispersa en su forma:
también es cuerpo. La verdad
es el oleaje de una respiración
y las visiones que miran unos ojos cerrados:
palpable misterio de la persona.
La noche está a punto de desbordarse. Clarea.
El horizonte se ha vuelto acuático. Despeñarse
desde la altura de esta hora: ¿morir
será caer o subir, una sensación o una cesación?
Cierro los ojos, oigo en mi cráneo
los pasos de mi sangre, oigo
pasar el tiempo por mis sienes. Todavía estoy vivo.
El cuarto se ha enarenado de luna. Mujer:
fuente en la noche. Yo me fío a su fluir sosegado.
Pasado en claro
* * * *
A Draft of Shadows
[1974]
Fair seed-time had my soul, and I grew up
Foster’d alike by beauty and by fear . . .
W. W. The Prelude (I, 265–266)
A Draft of Shadows
Heard by the soul, footsteps
in the mind more than shadows,
shadows of thought more than footsteps
through the path of echoes
that memory invents and erases:
without walking they walk
over this present, bridge
slung from one letter to the next.
Like drizzle on embers,
footsteps within me step
toward places that turn to air.
Names: they vanish
in a pause between two words.
The sun walks through the rubble
of what I’m saying; the sun
razes the places as they dawn,
hesitantly, on this page;
the sun opens my forehead, balcony
perched within me.
I drift away from myself,
following this meandering phrase,
this path of rocks and goats.
Words glitter in the shadows,
and the black tide of syllables
covers the page, sinking
its ink roots
in the subsoil of language.
From my forehead I set out
toward a noon the size of time.
A banyan’s centuries of assault
on the vertical patience of a wall
last less than this brief
bifurcation of thought:
the seen and the foreseen.
Neither here nor there,
through that frontier of doubt,
crossed only by glimmers and mirages,
where language recants,
I travel toward myself.
The hour is a crystal ball.
I enter an abandoned patio:
apparition of an ash tree.
Green exclamations,
wind in the branches.
On the other side, the void.
Inconclusive patio, threatened
by writing and its uncertainties.
I walk among the images
of an eye that has lost its memory.
I am one of its images.
The ash tree, sinuous liquid flame,
is a murmur rising
till it becomes a speaking tower.
Garden turned to scrub:
its fever invents creatures
the mythologies later copy.
Adobe, lime, and time:
the dark walls that are and are not.
Infinitesimal wonders in their cracks:
the phantom mushroom, vegetable Mithridates,
the newt and its fiery breath.
I am inside the eye: the well where,
from the beginning, a boy is falling,
the well where I recount the time
spent falling from the beginning,
the well of the account of my account,
where the water rises
and my shadow falls.
Patio, wall, ash tree, well,
dissolve into a clarity in the form of a lake.
A foliage of transparency
grows on its shore. Fortunate
rhyme of peaks and pyramids,
the landscape unfolds
in the abstract mirror of the architecture.
Scarcely drawn,
a kind of horizontal comma ( )
between the earth and sky:
a solitary canoe.
The waves speak Nahuatl.
A sign flies across the heights.
Perhaps it is a date, conjunction of destinies:
bundle of reeds, the omen of the pyre.
The flint and the cross, keys of blood:
have they ever opened the doors of death?
The western light lingers,
raising symmetrical fires
across the rug, changing
this scarlet book I skim
(engravings: volcanoes, temples,
and the feathered cloak stretched over the water:
Tenochtitlan soaked in blood)
into a chimerical flame.
The books on the shelf now are embers
the sun stirs with its red hands.
My pencil rebels against dictation.
The lake is eclipsed
by the writing that names
it.
I fold the page. Whispers:
they are watching me
from the foliage of the letters.
My memory: a puddle.
A muddy mirror: where was I?
My eyes, without anger or pity,
look me in the eye
from the troubled waters
of the puddle my words evoke.
I don’t see with my eyes: words
are my eyes. We live among names;
that which has no name
still does not exist:
Adam of mud,
not a clay doll: a metaphor.
To see the world is to spell it.
Mirror of words: where was I?
My words watch me from the puddle
of my memory. Syllables of water
shine in a grove of reflections,
stranded clouds, bubbles above a bottom
that changes from gold to rust.
Rippling shadows, flashes, echoes,
the writing not of signs, but of murmurs.
My eyes are thirsty. The puddle is Stoic:
the water is for reading, not drinking.
In the sun of the high plains the puddles evaporate.
Only some faithless dust remains,
and a few intestate relics.
Where was I?
I am where I was:
within the indecisive walls
of that same patio of words.
Abd al-Rahman, Pompeii, Xicontencatl,
battles on the Oxus or on top of the wall
with Ernesto and Guillermo. Thousands of leaves,
dark green sculpture of whispers,
cage of the sun and the hummingbird’s flash:
the primordial fig tree,
leafy chapel of polymorphous,
diverse and perverse rituals.
Revelations and abominations:
the body and its interwoven languages,
knot of phantoms touched by thought
and dissolved with a touch,
pillory of blood, fixed idea
nailed to my forehead.
Desire is the master of ghosts,
desire turns us into ghosts.
We are vines of air on trees of wind,
a cape of flames
invented and devoured by flame.
The crack in the tree trunk:
sex, seal, serpentine passage
closed to the sun and to my eyes,
open to the ants.
That crack was the portico
of the furthest reaches of the seen and thought:
—there, inside, tides are green,
blood is green, fire green,
green stars burn in the black grass: