instante del hasta aquí, fin del hipo, del quejido y del ansia, el alma pierde cuerpo y se desploma por un agujero del piso, cae en sí misma, el tiempo se ha desfondado, caminamos por un corredor sin fin, jadeamos en un arenal,

  ¿esa música se aleja o se acerca, esas luces pálidas se encienden o apagan?, canta el espacio, el tiempo se disipa: es el boqueo, es la mirada que resbala por la lisa pared, es la pared que se calla, la pared,

  hablo de nuestra historia pública y de nuestra historia secreta, la tuya y la mía,

  hablo de la selva de piedra, el desierto del profeta, el hormiguero de almas, la congregación de tribus, la casa de los espejos, el laberinto de ecos,

  hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiempos, murmullo incoherente de naciones que se juntan o dispersan, rodar de multitudes y sus armas como peñascos que se despeñan, sordo sonar de huesos cayendo en el hoyo de la historia,

  hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra y nos devora, nos inventa y nos olvida.

  Conversar

  En un poema leo:

  conversar es divino.

  Pero los dioses no hablan:

  hacen, deshacen mundos

  mientras los hombres hablan.

  Los dioses, sin palabras,

  juegan juegos terribles.

  El espíritu baja

  y desata las lenguas

  pero no habla palabras:

  habla lumbre. El lenguaje,

  por el dios encendido,

  es una profecía

  de llamas y un desplome

  de sílabas quemadas:

  ceniza sin sentido.

  La palabra del hombre

  es hija de la muerte.

  Hablamos porque somos

  mortales: las palabras

  no son signos, son años.

  Al decir lo que dicen

  los nombres que decimos

  dicen tiempo: nos dicen,

  somos nombres del tiempo.

  Conversar es humano.

  Un despertar

  Dentro de un sueño estaba emparedado.

  Sus muros no tenían consistencia

  ni peso: su vacío era su peso.

  Los muros eran horas y las horas

  fija y acumulada pesadumbre.

  El tiempo de esas horas no era tiempo.

  Salté por una brecha: eran las cuatro

  en este mundo. El cuarto era mi cuarto

  y en cada cosa estaba mi fantasma.

  Yo no estaba. Miré por la ventana:

  bajo la luz eléctrica ni un alma.

  Reverberos en vela, nieve sucia,

  casas y autos dormidos, el insomnio

  de una lámpara, el roble que habla solo,

  el viento y sus navajas, la escritura

  de las constelaciones, ilegible.

  En sí mismas las cosas se abismaban

  y mis ojos de carne las veían

  abrumadas de estar, realidades

  desnudas de sus nombres. Mis dos ojos

  eran almas en pena por el mundo.

  En la calle sin nadie la presencia

  pasaba sin pasar, desvanecida

  en sus hechuras, fija en sus mudanzas,

  ya vuelta casas, robles, nieve, tiempo.

  Vida y muerte fluían confundidas.

  Mirar deshabitado, la presencia

  con los ojos de nadie me miraba:

  haz de reflejos sobre precipicios.

  Miré hacia adentro: el cuarto era mi cuarto

  y yo no estaba. Al ser nada le falta

  —siempre lleno de sí, jamás el mismo—

  aunque nosotros ya no estemos . . . Fuera,

  todavía indecisas, claridades:

  el alba entre confusas azoteas.

  Ya las constelaciones se borraban.

  La cara y el viento

  Bajo un sol inflexible

  llanos ocres, colinas leonadas.

  Trepé por un breñal una cuesta de cabras

  hacia un lugar de escombros:

  pilastras desgajadas, dioses decapitados.

  A veces, centelleos subrepticios:

  una culebra, alguna lagartija.

  Agazapados en las piedras,

  color de tinta ponzoñosa,

  pueblos de bichos quebradizos.

  Un patio circular, un muro hendido.

  Agarrada a la tierra—nudo ciego,

  árbol todo raíces—la higuera religiosa.

  Lluvia de luz. Un bulto gris: el Buda.

  Una masa borrosa sus facciones,

  por las escarpaduras de su cara

  subían y bajaban las hormigas.

  Intacta todavía,

  todavía sonrisa, la sonrisa:

  golfo de claridad pacífica.

  Y fui por un instante diáfano

  viento que se detiene,

  gira sobre sí mismo y se disipa.

  Fábula de Joan Miró

  El azul estaba inmovilizado entre el rojo y el negro.

  El viento iba y venía por la página del llano,

  encendía pequeñas fogatas, se revolcaba en la ceniza,

  salía con la cara tiznada gritando por las esquinas,

  el viento iba y venía abriendo y cerrando puertas y ventanas,

  iba y venía por los crepusculares corredores del cráneo,

  el viento con mala letra y las manos manchadas de tinta

  escribía y borraba lo que había escrito sobre la pared del día.

  El sol no era sino el presentimiento del color amarillo,

  una insinuación de plumas, el grito futuro del gallo.

  La nieve se había extraviado, el mar había perdido el habla,

  era un rumor errante, unas vocales en busca de una palabra.

  El azul estaba inmovilizado, nadie lo miraba, nadie lo oía:

  el rojo era un ciego, el negro un sordomudo.

  El viento iba y venía preguntando ¿por dónde anda Joan Miró?

  Estaba ahí desde el principio pero el viento no lo veía:

  inmovilizado entre el azul y el rojo, el negro y el amarillo,

  Miró era una mirada transparente, una mirada de siete manos.

  Siete manos en forma de orejas para oír a los siete colores,

  siete manos en forma de pies para subir los siete escalones del arco iris,

  siete manos en forma de raíces para estar en todas partes y a la vez en Barcelona.

  Miró era una mirada de siete manos.

  Con la primera mano golpeaba el tambor de la luna,

  con la segunda sembraba pájaros en el jardín del viento,

  con la tercera agitaba el cubilete de las constelaciones,

  con la cuarta escribía la leyenda de los siglos de los caracoles,

  con la quinta plantaba islas en el pecho del verde,

  con la sexta hacía una mujer mezclando noche y agua, música y electricidad,

  con la séptima borraba todo lo que había hecho y comenzaba de nuevo.

  El rojo abrió los ojos, el negro dijo algo incomprensible y el azul se levantó.

  Ninguno de los tres podía creer lo que veía:

  ¿eran ocho gavilanes o eran ocho paraguas?

  Los ocho abrieron las alas, se echaron a volar y desaparecieron por un vidrio roto.

  Miró empezó a quemar sus telas.

  Ardían los leones y las arañas, las mujeres y las estrellas,

  el cielo se pobló de triángulos, esferas, discos, hexaedros en llamas,

  el fuego consumió enteramente a la granjera planetaria plantada en el centro del espacio,

  del montón de cenizas brotaron mariposas, peces voladores, roncos fonógrafos,

  pero entre los
agujeros de los cuadros chamuscados

  volvían el espacio azul y la raya de la golondrina, el follaje de nubes y el bastón florido:

  era la primavera que insistía, insistía con ademanes verdes.

  Ante tanta obstinación luminosa Miró se rascó la cabeza con su quinta mano,

  murmurando para sí mismo: Trabajo como un jardinero.

  ¿Jardín de piedras o de barcas? ¿Jardín de poleas o de bailarinas?

  El azul, el negro y el rojo corrían por los prados,

  las estrellas andaban desnudas pero las friolentas colinas se habían metido debajo de las sábanas,

  había volcanes portátiles y fuegos de artificio a domicilio.

  Las dos señoritas que guardan la entrada a la puerta de las percepciones, Geometría y Perspectiva,

  se habían ido a tomar el fresco del brazo de Miró, cantando Une étoile caresse le sein d’une négresse.

  El viento dio la vuelta a la página del llano, alzó la cara y dijo, ¿pero dónde anda Joan Miró?

  Estaba ahí desde el principio y el viento no lo veía:

  Miró era una mirada transparente por donde entraban y salían atareados abecedarios.

  No eran letras las que entraban y salían por los túneles del ojo:

  eran cosas vivas que se juntaban y se dividían, se abrazaban y se mordían y se dispersaban,

  corrían por toda la página en hileras animadas y multicolores, tenían cuernos y rabos,

  unas estaban cubiertas de escamas, otras de plumas, otras andaban en cueros,

  y las palabras que formaban eran palpables, audibles y comestibles pero impronunciables:

  no eran letras sino sensaciones, no eran sensaciones sino transfiguraciones.

  ¿Y todo esto para qué? Para trazar una línea en la celda de un solitario,

  para iluminar con un girasol la cabeza de luna del campesino,

  para recibir a la noche que viene con personajes azules y pájaros de fiesta,

  para saludar a la muerte con una salva de geranios,

  para decirle buenos días al día que llega sin jamás preguntarle de dónde viene y adónde va,

  para recordar que la cascada es una muchacha que baja las escaleras muerta de risa,

  para ver al sol y a sus planetas meciéndose en el trapecio del horizonte,

  para aprender a mirar y para que las cosas nos miren y entren y salgan por nuestras miradas,

  abecedarios vivientes que echan raíces, suben, florecen, estallan, vuelan, se disipan, caen.

  Las miradas son semillas, mirar es sembrar, Miró trabaja como un jardinero

  y con sus siete manos traza incansable—círculo y rabo, ¡oh! y ¡ah!—

  la gran exclamación con que todos los días comienza el mundo.

  La vista, el tacto

  A Balthus

  La luz sostiene—ingrávidos, reales—

  el cerro blanco y las encinas negras,

  el sendero que avanza,

  el árbol que se queda;

  la luz naciente busca su camino,

  río titubeante que dibuja

  sus dudas y las vuelve certidumbres,

  río del alba sobre unos párpados cerrados;

  la luz esculpe al viento en la cortina,

  hace de cada hora un cuerpo vivo,

  entra en el cuarto y se desliza,

  descalza, sobre el filo del cuchillo;

  la luz nace mujer en un espejo,

  desnuda bajo diáfanos follajes

  una mirada la encadena,

  la desvanece un parpadeo;

  la luz palpa los frutos y palpa lo invisible,

  cántaro donde beben claridades los ojos,

  llama cortada en flor y vela en vela

  donde la mariposa de alas negras se quema;

  la luz abre los pliegues de la sábana

  y los repliegues de la pubescencia,

  arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras

  trepan los muros, yedra deseosa;

  la luz no absuelve ni condena,

  no es justa ni es injusta,

  la luz con manos invisibles alza

  los edificios de la simetría;

  la luz se va por un pasaje de reflejos

  y regresa a sí misma:

  es una mano que se inventa,

  un ojo que se mira en sus inventos.

  La luz es tiempo que se piensa.

  Un viento llamado Bob Rauschenberg

  Paisaje caído de Saturno,

  paisaje del desamparo,

  llanuras de tuercas y ruedas y palancas,

  turbinas asmáticas, hélices rotas,

  cicatrices de la electricidad,

  paisaje desconsolado:

  los objetos duermen unos al lado de los otros,

  vastos rebaños de cosas y cosas y cosas,

  los objetos duermen con los ojos abiertos

  y caen pausadamente en sí mismos,

  caen sin moverse,

  su caída es la quietud del llano bajo la luna,

  su sueño es un caer sin regreso,

  un descenso hacia el espacio sin comienzo,

  los objetos caen, están cayendo,

  caen desde mi frente que los piensa,

  caen desde mis ojos que no los miran,

  caen desde mi pensamiento que los dice,

  caen como letras, letras, letras,

  lluvia de letras sobre el paisaje del desamparo.

  Paisaje caído,

  sobre sí mismo echado, buey inmenso,

  buey crepuscular como este siglo que acaba,

  las cosas duermen unas al lado de las otras

  —el hierro y el algodón, la seda y el carbón,

  las fibras sintéticas y los granos de trigo,

  los tornillos y los huesos del ala del gorrión,

  la grúa, la colcha de lana y el retrato de familia,

  el reflector, el manubrio y la pluma del colibrí—

  las cosas duermen y hablan en sueños,

  el viento ha soplado sobre las cosas

  y lo que hablan las cosas en su sueño

  lo dice el viento lunar al rozarlas,

  lo dice con reflejos y colores que arden y estallan,

  el viento profiere formas que respiran y giran,

  las cosas se oyen hablar y se asombran al oírse,

  eran mudas de nacimiento y ahora cantan y ríen,

  eran paralíticas y ahora bailan,

  el viento las une y las separa y las une,

  juega con ellas, las deshace y las rehace,

  inventa otras cosas nunca vistas ni oídas,

  sus ayuntamientos y sus disyunciones

  son racimos de enigmas palpitantes,

  formas insólitas y cambiantes de las pasiones,

  constelaciones del deseo, la cólera, el amor,

  figuras de los encuentros y las despedidas.

  El paisaje abre los ojos y se incorpora,

  se echa a andar y su sombra lo sigue,

  es una estela de rumores obscuros,

  son los lenguajes de las substancias caídas,

  el viento se detiene y oye el clamor de los elementos,

  a la arena y al agua hablando en voz baja,

  el gemido de las maderas del muelle que combate la sal,

  las confidencias temerarias del fuego,

  el soliloquio de las cenizas,

  la conversación interminable del universo.

  Al hablar con las cosas y con nosotros

  el universo habla consigo mismo:

  somos su lengua y su oreja, sus palabras y sus silencios.

  El viento oye lo que dice el universo

  y nosotros oímos lo que dice el viento

  al mov
er los follajes submarinos del lenguaje

  y las vegetaciones secretas del subsuelo y el subcielo:

  los sueños de las cosas el hombre los sueña,

  los sueños de los hombres el tiempo los piensa.

  Cuatro chopos

  A Claude Monet

  Como tras de sí misma va esta línea

  por los horizontales confines persiguiéndose

  y en el poniente siempre fugitivo

  en que se busca se disipa

  —como esta misma línea

  por la mirada levantada

  vuelve todas sus letras

  una columna diáfana

  resuelta en una no tocada

  ni oída ni gustada mas pensada

  flor de vocales y de consonantes

  —como esta línea que no acaba de escribirse

  y antes de consumarse se incorpora

  sin cesar de fluir pero hacia arriba:

  los cuatro chopos.

  Aspirados

  por la altura vacía y allá abajo,

  en un charco hecho cielo, duplicados,

  los cuatro son un solo chopo

  y son ninguno.

  Atrás, frondas en llamas

  que se apagan—la tarde a la deriva—

  otros chopos ya andrajos espectrales

  interminablemente ondulan

  interminablemente inmóviles.

  El amarillo se desliza al rosa,

  se insinúa la noche en el violeta.

  Entre el cielo y el agua

  hay una franja azul y verde:

  sol y plantas acuáticas,

  caligrafía llameante

  escrita por el viento.

  Es un reflejo suspendido en otro.

  Tránsitos: parpadeos del instante.

  El mundo pierde cuerpo,

  es una aparición, es cuatro chopos,

  cuatro moradas melodías.

  Frágiles ramas trepan por los troncos.

  Son un poco de luz y otro poco de viento.

  Vaivén inmóvil. Con los ojos

  las oigo murmurar palabras de aire.

  El silencio se va con el arroyo,

  regresa con el cielo.

  Es real lo que veo:

  cuatro chopos sin peso

  plantados sobre un vértigo.

  Una fijeza que se precipita

  hacia abajo, hacia arriba,

  hacia el agua del cielo del remanso

  en un esbelto afán sin desenlace