The names that name it say: nothing,

  double-edged word, word between two hollows.

  Its house, built on air

  with bricks of fire and walls of water,

  constructs and destructs and is the same

  from the beginning. It is god:

  it inhabits the names that deny it.

  In the conversations with the fig tree

  or in the pauses of speech,

  in the conjuration of the images

  against my closed eyelids,

  in the delirium of the symmetries,

  the quicksands of insomnia,

  the dubious garden of memory,

  or in the rambling paths,

  it was the eclipse of the clarities.

  It appeared in every form

  of vanishing.

  Bodiless god,

  my senses named it

  in the languages of the body.

  I wanted to name it

  with a solar name,

  a word without reverse.

  I exhausted the dice box and ars combinatoria.

  A rattle of dried seeds,

  the broken letters of names:

  we have crushed names,

  we have scattered names,

  we have dishonored names.

  Since then, I have been in search of the name.

  I followed a murmur of languages,

  rivers between rocks

  color ferrigno of these times.

  Pyramids of bones, rotting-places of words:

  our masters are garrulous and bloodthirsty.

  I built with words and their shadows

  a movable house of reflections,

  a walking tower, edifice of wind.

  Time and its combinations:

  the years and the dead and the syllables,

  different accounts from the same account.

  Spiral of echoes, the poem

  is air that sculpts itself and dissolves,

  a fleeting allegory of true names.

  At times the page breathes:

  the swarm of signs, the errant

  republics of sounds and senses,

  in magnetic rotation link and scatter

  on the page.

  I am where I was:

  I walk behind the murmur,

  footsteps within me, heard with my eyes,

  the murmur is in the mind, I am my footsteps,

  I hear the voices that I think,

  the voices that think me as I think them.

  I am the shadow my words cast.

  Mexico City and Cambridge, Mass.

  September 9–December 27, 1974

  * * * *

  Pasado en claro

  Oídos con el alma,

  pasos mentales más que sombras,

  sombras del pensamiento más que pasos,

  por el camino de ecos

  que la memoria inventa y borra:

  sin caminar caminan

  sobre este ahora, puente

  tendido entre una letra y otra.

  Como llovizna sobre brasas

  dentro de mí los pasos pasan

  hacia lugares que se vuelven aire.

  Nombres: en una pausa

  desaparecen, entre dos palabras.

  El sol camina sobre los escombros

  de lo que digo, el sol arrasa los parajes

  confusamente apenas

  amaneciendo en esta página,

  el sol abre mi frente, balcón al voladero

  dentro de mí.

  Me alejo de mí mismo,

  sigo los titubeos de esta frase,

  senda de piedras y de cabras.

  Relumbran las palabras en la sombra.

  Y la negra marea de las sílabas

  cubre el papel y entierra

  sus raíces de tinta

  en el subsuelo del lenguaje.

  Desde mi frente salgo a un mediodía

  del tamaño del tiempo.

  El asalto de siglos del baniano

  contra la vertical paciencia de la tapia

  es menos largo que esta momentánea

  bifurcación del pensamiento

  entre lo presentido y lo sentido.

  Ni allá ni aquí: por esa linde

  de duda, transitada

  sólo por espejeos y vislumbres,

  donde el lenguaje se desdice,

  voy al encuentro de mí mismo.

  La hora es bola de cristal.

  Entro en un patio abandonado:

  aparición de un fresno.

  Verdes exclamaciones

  del viento entre las ramas.

  Del otro lado está el vacío.

  Patio inconcluso, amenazado

  por la escritura y sus incertidumbres.

  Ando entre las imágenes de un ojo

  desmemoriado. Soy una de sus imágenes.

  El fresno, sinüosa llama líquida,

  es un rumor que se levanta

  hasta volverse torre hablante.

  Jardín ya matorral: su fiebre inventa bichos

  que luego copian las mitologías.

  Adobes, cal y tiempo:

  entre ser y no ser los pardos muros.

  Infinitesimales prodigios en sus grietas:

  el hongo duende, vegetal Mitrídates,

  la lagartija y sus exhalaciones.

  Estoy dentro del ojo: el pozo

  donde desde el principio un niño

  está cayendo, el pozo donde cuento

  lo que tardo en caer desde el principio,

  el pozo de la cuenta de mi cuento

  por donde sube el agua y baja

  mi sombra.

  El patio, el muro, el fresno, el pozo

  en una claridad en forma de laguna

  se desvanecen. Crece en sus orillas

  una vegetación de transparencias.

  Rima feliz de montes y edificios,

  se desdobla el paisaje en el abstracto

  espejo de la arquitectura.

  Apenas dibujada,

  suerte de coma horizontal ( )

  entre el cielo y la tierra,

  una piragua solitaria.

  Las olas hablan nahua.

  Cruza un signo volante las alturas.

  Tal vez es una fecha, conjunción de destinos:

  el haz de cañas, prefiguración del brasero.

  El pedernal, la cruz, esas llaves de sangre

  ¿alguna vez abrieron las puertas de la muerte?

  La luz poniente se demora,

  alza sobre la alfombra simétricos incendios,

  vuelve llama quimérica

  este volumen lacre que hojeo

  (estampas: los volcanes, los cúes y, tendido,

  manto de plumas sobre el agua,

  Tenochtitlan todo empapado en sangre).

  Los libros del estante son ya brasas

  que el sol atiza con sus manos rojas.

  Se rebela mi lápiz a seguir el dictado.

  En la escritura que la nombra

  se eclipsa la laguna.

  Doblo la hoja. Cuchicheos:

  me espían entre los follajes

  de las letras.

  Un charco es mi memoria.

  Lodoso espejo: ¿dónde estuve?

  Sin piedad y sin cólera mis ojos

  me miran a los ojos

  desde las aguas turbias de ese charco

  que convocan ahora mis palabras.

  No veo con los ojos: las palabras

  son mis ojos. Vivimos entre nombres;

  lo que no tiene nombre todavía

  no existe: Adán
de lodo,

  no un muñeco de barro, una metáfora.

  Ver al mundo es deletrearlo.

  Espejo de palabras: ¿dónde estuve?

  Mis palabras me miran desde el charco

  de mi memoria. Brillan,

  entre enramadas de reflejos,

  nubes varadas y burbujas,

  sobre un fondo del ocre al brasilado,

  las sílabas de agua.

  Ondulación de sombras, visos, ecos,

  no escritura de signos: de rumores.

  Mis ojos tienen sed. El charco es senequista:

  el agua, aunque potable, no se bebe: se lee.

  Al sol del altiplano se evaporan los charcos.

  Queda un polvo desleal

  y unos cuantos vestigios intestados.

  ¿Dónde estuve?

  Yo estoy en donde estuve:

  entre los muros indecisos

  del mismo patio de palabras.

  Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl,

  batallas en el Oxus o en la barda

  con Ernesto y Guillermo. La mil hojas,

  verdinegra escultura del murmullo,

  jaula del sol y la centella

  breve del chupamirto: la higuera primordial,

  capilla vegetal de ritüales

  polimorfos, diversos y perversos.

  Revelaciones y abominaciones:

  el cuerpo y sus lenguajes

  entretejidos, nudo de fantasmas

  palpados por el pensamiento

  y por el tacto disipados,

  argolla de la sangre, idea fija

  en mi frente clavada.

  El deseo es señor de espectros,

  el deseo nos vuelve espectros:

  somos enredaderas de aire

  en árboles de viento,

  manto de llamas inventado

  y devorado por la llama.

  La hendedura del tronco:

  sexo, sello, pasaje serpentino

  cerrado al sol y a mis miradas,

  abierto a las hormigas.

  La hendedura fue pórtico

  del más allá de lo mirado y lo pensado:

  allá dentro son verdes las mareas,

  la sangre es verde, el fuego verde,

  entre las yerbas negras arden estrellas verdes:

  es la música verde de los élitros

  en la prístina noche de la higuera;

  —allá dentro son ojos las yemas de los dedos,

  el tacto mira, palpan las miradas,

  los ojos oyen los olores;

  —allá dentro es afuera,

  es todas partes y ninguna parte,

  las cosas son las mismas y son otras,

  encarcelado en un icosaedro

  hay un insecto tejedor de música

  y hay otro insecto que desteje

  los silogismos que la araña teje

  colgada de los hilos de la luna;

  —allá dentro el espacio

  es una mano abierta y una frente

  que no piensa ideas sino formas

  que respiran, caminan, hablan, cambian

  y silenciosamente se evaporan;

  —allá dentro, país de entretejidos ecos,

  se despeña la luz, lenta cascada,

  entre los labios de las grietas:

  la luz es agua, el agua tiempo diáfano

  donde los ojos lavan sus imágenes;

  —allá dentro los cables del deseo

  fingen eternidades de un segundo

  que la mental corriente eléctrica

  enciende, apaga, enciende,

  resurrecciones llameantes

  del alfabeto calcinado;

  —no hay escuela allá dentro,

  siempre es el mismo día, la misma noche siempre,

  no han inventado el tiempo todavía,

  no ha envejecido el sol,

  esta nieve es idéntica a la yerba,

  siempre y nunca es lo mismo,

  nunca ha llovido y llueve siempre,

  todo está siendo y nunca ha sido,

  pueblo sin nombre de las sensaciones,

  nombres que buscan cuerpo,

  impías transparencias,

  jaulas de claridad donde se anulan

  la identidad entre sus semejanzas,

  la diferencia en sus contradicciones.

  La higuera, sus falacias y su sabiduría:

  prodigios de la tierra

  —fidedignos, puntuales, redundantes—

  y la conversación con los espectros.

  Aprendizajes con la higuera:

  hablar con vivos y con muertos.

  También conmigo mismo.

  La procesión del año:

  cambios que son repeticiones.

  El paso de las horas y su peso.

  La madrugada: más que luz, un vaho

  de claridad cambiada en gotas grávidas

  sobre los vidrios y las hojas:

  el mundo se atenúa

  en esas oscilantes geometrías

  hasta volverse el filo de un reflejo.

  Brota el día, prorrumpe entre las hojas,

  gira sobre sí mismo

  y de la vacuidad en que se precipita

  surge, otra vez corpóreo.

  El tiempo es luz filtrada.

  Revienta el fruto negro

  en encarnada florescencia,

  la rota rama escurre savia lechosa y acre.

  Metamorfosis de la higuera:

  si el otoño la quema, su luz la transfigura.

  Por los espacios diáfanos

  se eleva descarnada virgen negra.

  El cielo es giratorio lapislázuli:

  viran au ralenti sus continentes,

  insubstanciales geografías.

  Llamas entre las nieves de las nubes.

  La tarde más y más de miel quemada.

  Derrumbe silencioso de horizontes:

  la luz se precipita de las cumbres,

  la sombra se derrama por el llano.

  A la luz de la lámpara—la noche

  ya dueña de la casa y el fantasma

  de mi abuelo ya dueño de la noche—

  yo penetraba en el silencio,

  cuerpo sin cuerpo, tiempo

  sin horas. Cada noche,

  máquinas transparentes del delirio,

  dentro de mí los libros levantaban

  arquitecturas sobre una sima edificadas.

  Las alza un soplo del espíritu,

  un parpadeo las deshace.

  Yo junté leña con los otros

  y lloré con el humo de la pira

  del domador de potros;

  vagué por la arboleda navegante

  que arrastra el Tajo turbiamente verde:

  la líquida espesura se encrespaba

  tras de la fugitiva Galatea;

  vi en racimos las sombras agolpadas

  para beber la sangre de la zanja:

  «mejor quebrar terrones

  por la ración de perro del labrador avaro

  que regir las naciones pálidas de los muertos»;

  tuve sed, vi demonios en el Gobi;

  en la gruta nadé con la sirena

  (y después, en el sueño purgativo,

  fendendo i drappi, e mostravami ’l ventre,

  quel mi svegliò col puzzo che n’uscia);

  grabé sobre mi tumba imaginaria:

  «no muevas esta lápida,

  soy rico sólo en huesos»;

  aquellas memorables

  pecosas peras encontradas

  en la cesta verbal de Villaurrutia;

  Carlos Garrote, eterno medio hermano,
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  «Dios te salve», me dijo al derribarme

  y era, por los espejos del insomnio

  repetido, yo mismo el que me hería;

  Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo;

  y los libros marcados por las armas de Príapo,

  leídos en las tardes diluviales

  el cuerpo tenso, la mirada intensa.

  Nombres anclados en el golfo

  de mi frente: yo escribo porque el druida,

  bajo el rumor de sílabas del himno,

  encina bien plantada en una página,

  me dio el gajo de muérdago, el conjuro

  que hace brotar palabras de la peña.

  Los nombres acumulan sus imágenes.

  Las imágenes acumulan sus gaseosas,

  conjeturales confederaciones.

  Nubes y nubes, fantasmal galope

  de las nubes sobre las crestas

  de mi memoria. Adolescencia,

  país de nubes.

  Casa grande,

  encallada en un tiempo

  azolvado. La plaza, los árboles enormes

  donde anidaba el sol, la iglesia enana

  —su torre les llegaba a las rodillas

  pero su doble lengua de metal

  a los difuntos despertaba.

  Bajo la arcada, en garbas militares,

  las cañas, lanzas verdes,

  carabinas de azúcar;

  en el portal, el tendejón magenta:

  frescor de agua en penumbra,

  ancestrales petates, luz trenzada,

  y sobre el zinc del mostrador,

  diminutos planetas desprendidos

  del árbol meridiano,

  los tejocotes y las mandarinas,

  amarillos montones de dulzura.

  Giran los años en la plaza,

  rueda de Santa Catalina,

  y no se mueven.

  Mis palabras,

  al hablar de la casa, se agrïetan.

  Cuartos y cuartos, habitados

  sólo por sus fantasmas,

  sólo por el rencor de los mayores

  habitados. Familias,

  criaderos de alacranes:

  como a los perros dan con la pitanza

  vidrio molido, nos alimentan con sus odios

  y la ambición dudosa de ser alguien.

  También me dieron pan, me dieron tiempo,

  claros en los recodos de los días,

  remansos para estar solo conmigo.

  Niño entre adultos taciturnos

  y sus terribles niñerías,

  niño por los pasillos de altas puertas,

  habitaciones con retratos,

  crepusculares cofradías de los ausentes,

  niño sobreviviente

  de los espejos sin memoria

  y su pueblo de viento:

  el tiempo y sus encarnaciones

  resuelto en simulacros de reflejos.

  En mi casa los muertos eran más que los vivos.

  Mi madre, niña de mil años,